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Conferencia Juan Bordes

LA INFANCIA DE LAS VANGUARDIAS

12 Sep 2014
Aula B01, ETSA, UPV

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Mis vocaciones infantiles (a modo de currículum)

Creo que podría justificar mi escultura como la suma de todas mis vocaciones infantiles.

La obra de un escultor es su taller. Lo había comprendido desde que en 1965 visité la primitiva reconstrucción del taller de Brancusi en París. Y también convencido de que la figura es el más breve e intenso texto para atrapar el tiempo las he inventado con el fin de autoconstruirme, pues entiendo sus cuerpos como un sudario de mis ideas e intuiciones. El primer espacio que las acoge es mi pequeño estudio, que se convierte en teatro unas veces trágico, otras cómico o incluso indiferente. Pero trabajar rodeado de mis figuras termina por crearme el complejo de Pigmalión, que lo reconduzco convirtiéndome en fotógrafo «voyeur» de las actividades de mis personajes. Altares paganos, escenografías para relatos sin historia, batallas de derrotados o teatros con títeres sin cabeza, son algunas de las instantáneas de un archivo fotográfico, que desde hace más de 25 años realizo como un diario. Sin embargo, no olvido que el «hueso» de la estatua es el que ha construido la historia de la escultura, dejando en el olvido el rito de su instalación.

Pero esta autoexplicación tiene una prehistoria: Nací en Las Palmas, y ocho años más tarde ya quería ser escultor; aunque también quise ser obispo, director de cine, titiritero, cirujano e incluso arquitecto. Y ahora me doy cuenta que lo único que me interesaba de todas esas profesiones era lo que tenían de escultor. Todas las interpretaba como si un escultor hasta la médula se hubiera puesto a ejercer cada una de ellas.
Probablemente lo de escultor sea una herencia genética, o siendo ingenuo quizás solo fuera predestinación pues mi casa natal estaba en la confluencia de la calle Berruguete con la del Greco. Esa precocidad la reforzó mi madre enviándome a estudiar con un escultor local los principios técnicos del oficio. Pero también sus incentivos fueron decisivos, y nunca olvido mi primera figura de parafina en la vitrina de sus tesoros afectivos.

Por razones que nunca supe pero que ahora agradezco, después de solo un año en el parvulario de los jesuitas me trasladaron a un singular colegio mixto, atípico y no religioso. En esa etapa arraigaron dos de las características que mejor pueden definirme: una infinita paciencia y una inclinación por un cierto sentido del riesgo y el límite.
Y sin embargo, la primera vocación infantil que recuerdo era la de ser obispo. Hoy visto lo visto no puedo menos que avergonzarme, pero me exime la razón por la que entonces lo pretendía, pues quería vivir en el Vaticano.
Pero mientras tanto me apasionaba construir altares y rodear con el mayor rito posible «los santos» que yo mismo modelaba o tallaba. Me fascinaban las flores, sus colores y olores, que acompañaba con el de las velas o muy extraordinariamente con el incienso. Pero la culminación era en Semana Santa, y dentro de ella el Viernes Santo, con el misterio de las estatuas cubiertas. La caída del velo púrpura lo reproducía una y otra vez con toda la teatralidad del mundo.

Después llegaron «Los Diez Mandamientos», y De Mille me enseñó un espectáculo cuya fascinación me hizo abjurar de mi religión para abrazar la del cine. Y con mi hermano Fernando, construía ciudades históricas y colosos en miniatura para destruirlos con catástrofes que simulábamos filmar. También hacíamos bandas dibujadas que alimentaban un pequeño proyector. Del director de cine me ha quedado mi interés por la fotografía, que hace convivir mis dudas en el taller con una Mamilla, una Zeis, y otras cámaras. Allí están expectantes al día en que el azar disponga un teatro de relaciones que inducen unos días de reflexión fotográfica. Pero quizás también del director de cine extraiga la fe que me hace fabricar las estatuas en la mente, montando la obra final con los fragmentos que están diseminados por todo el taller.

Del titiritero y del cirujano me ha quedado un método heterodoxo para hacer mis figuras, pues siempre construyo sus cuerpos trabajando sólo con la piel. Todo es consecuencia de una manera particular de modelar, utilizando el material en lámina (termoplástico o cera). Y como el ventrílocuo, con una mano presionando desde el interior de la figura, hago hablar a la fuerza de la anatomía; y con la otra, hiero desde el exterior con la voluntad del cirujano y el bisturí de mi propia historia. El titiritero llegó con un inesperado regalo de Reyes, uno de esos que pueden hacer cambiar tu vida descubriéndote un mundo que ni sospechabas. Y con varios años de ilusión aprendí la vida que proviene de una mano interior. Pero el cirujano llegaría mucho más tarde, al borde de la decisión universitaria, pues en aquel verano tuve la ocasión de asistir a varias operaciones en el quirófano de un hospital de beneficencia. Aún hoy, revivo aquellas visiones a través de mi obsesiva pasión de coleccionista de libros de anatomía.

La arquitectura llegó como un compromiso entre mis intereses plásticos y mi decisión de no violentar la autoridad familiar. Sin embargo reconozco que también influyó aquella primera y disciplinada formación infantil que me anticipó algo de lo que me hubieran ofrecido los estudios de Bellas Artes. Recuerdo que en aquel taller nunca se rebajaron para mí las exigencias, pues recibía las mismas indicaciones y tareas que mis compañeros adultos. No obstante, con el arquitecto he reforzado la voluntad del escultor para ser específico; distanciandome de las opciones de otros escultores que asumen la responsabilidad de pronosticar arquitectura. Quizás esto supone un parangón que mi inconsciente ha resuelto en favor de la escultura. A ello me impulsa el convencimiento de reconocer en la escultura su inmensamente económica capacidad comfiguradora. Me fascina ver repartir en el espacio tanta energía brotando de un núcleo tan pequeño de materia, frente al derroche de medios que la arquitectura ha de realizar para ordenar el mismo espacio.

Pero mi personalidad, algo esquizoide, resolvió desde mi tesis doctoral un cierto acuerdo entre esas dos formaciones. Y con el título de «La escultura como elemento de composición en el edificio», estudié el diálogo histórico que ha hecho de la escultura en el edificio un concierto de dos voluntades, la del escultor y el arquitecto. La puesta en práctica de estas conclusiones han sido posibles a través de mis colaboraciones con Oscar Tusquets.

En definitiva, con este puzle de intereses que he relatado, solo he logrado construir contradicciones y dudas, y lo que sigo conservando es la curiosidad infantil que sostenía mis búsquedas y enredos, pero que no quiere repetir ninguna de las lecciones aprendidas.