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Para la Gente Mayor – No a la segregación sino la integración

Probablemente en ningún otro periodo o cultura han sido los mayores completamente rechazados como en nuestro propio país, durante la última generación. A medida que su número se ha incrementado, su posición ha empeorado. La ruptura de la familia de tri-generacional coincidió con la reducción del espacio habitable en el hogar individual: y de esta constricción física ha llegado también la miseria social. No deseados en el pequeño y apretado hogar, incluso cuando son amados, y muy a menudo no amados porque no son deseados, los ancianos hallan sus vidas progresivamente vacías y sin sentido, mientras sus días irónicamente se prolongan. Los años que se han añadido a su cuota han llegado, desafortunadamente, en el extremo equivocado de sus vidas.
Ahora bien, el problema de alojar a los mayores es sólo una parte del problema mayor de devolver a los ancianos una posición de dignidad y utilidad, dándoles oportunidades de conformar nuevas lazos sociales que reemplacen aquellos que la dispersión familiar y la muerte han roto, y darles funciones y deberes que aprovechen sus valiosas experiencias vitales para nuevos usos. “La vejez todavía tiene su honor y su trabajo”, como lo expresó el Ulysses de Tennyson. El primer paso para enmarcar un programa rotundo es, creo yo, examinar la situación humana como un todo, sin centrar la atención solamente en los problemas de la miseria, las enfermedades crónicas y el cuidado hospitalario. No seremos capaces, probablemente, de cuidar a nuestros mayores, a la escala que sus necesidades y nuestro bienestar nacional demandan, hasta que estemos preparados para poner en la reconstrucción de las comunidades humanas el mismo celo, energía, habilidad y dedicación que damos a la producción monomaníaca de automóviles y autopistas.
Tal y como son las cosas ahora, el proceso de envejecimiento parece pasar por tres etapas. La primera que comienza a partir de los cuarenta y cinco años, pero que no es definitiva durante otros veinte años, trae la liberación de la reproducción biológica y una separación incremental de la crianza activa de los niños dentro de la familia. Por el bien de su propio crecimiento e independencia, los jóvenes comienzan lo antes posible a vivir por su cuenta. La pobreza o la carestía de vivienda puede prolongar la familia de bi- generacional o incluso restaurar, con la consecuente desesperación, la familia de tri-generacional. Pero en general los matrimonios tempranos y la concepción temprana de los niños apresuran la segregación de la siguiente generación.
Durante algún tiempo durante este periodo de transición, aquellos que han mantenido un hogar lo suficientemente grande para una familia extensa encuentran sus casas vacías y onerosas: porque son demasiado costosas para sus ingresos, y demasiado grandes para mantenerlas limpias, excepto con un coste extravagante de servicio doméstico. En las ciudades, esto lleva tanto a transformar la casa familiar, si es en propiedad, en múltiples viviendas, o a desplazarse a un apartamento más pequeño. Este encogimiento del espacio a menudo viene acompañado por otras perdidas, como la ruptura de los lazos vecinales, el abandono del jardín y los espacios de trabajo; y ello conlleva una posterior contracción de oportunidades e intereses. Remarquemos el resultado: mucho antes de que la senectud haya llegado, incluso las personas de los grupos sociales con mayores ingresos, y con salud robusta, pueden encontrar las órbitas de sus vidas estrechándose inconfortablemente, de una manera que no queda compensada adecuadamente por la movilidad local mediante el coche o un incremento de oportunidades para viajar.
La segunda etapa en la senectud es aquella de la jubilación económica: retirada a la edad de 65 años de la vida de trabajo activo, a menudo reforzada por la provisión de pensiones adecuadas. Desafortunadamente nuestra extendida práctica de retiro forzoso a menudo conlleva severas crisis psicológicas: pero incluso si mostramos una mayor flexibilidad en la imposición de la jubilación, todavía en algún momento, más pronto o más tarde, este golpe caería. Además de retirar a un trabajador de la esfera principal de sus competencias y sus intereses vitales, a menudo reduce a la mitad sus ingresos o – como demuestra el reciente informe del Twentieth Century Fund- lo reduce a un nivel de necesidad. Al mismo tiempo, para aquellos que han invertido sus energías exclusivamente en su trabajo, el retiro tiende a hacer que sus vidas pierdan todo sentido. Si en este momento, la comunidad agudiza la crisis debilitando además otras conexiones sociales, puede agravar psicosomáticamente las discapacidades físicas que empiezan a aparecer en este periodo.
La etapa final, la del deterioro psicológico, es más variable que la del final reproductivo o del trabajo. El que los mayores sean felices o amargos, activos o frustrados, depende parcialmente de cuan largo sea el periodo de salud y vigor física en relación con la perdida de funciones biológicas que conducen a la muerte. Pero también depende en parte de como estén de bien encaminados los esfuerzos de la comunidad para prevenir que deficiencias menores se conviertan, debido a la falta de atención adecuada y oportuna, en grandes desastres. En cualquier caso, la senectud propicia una ralentización gradual de los procesos vitales, el deterioro de las funciones corporales, la vista, el oído, la movilidad, la coordinación fina, la memoria. Con esto aparece una pérdida de auto-suficiencia y con ello de la confianza en uno mismo. Al final esta pérdida puede implicar la necesidad de un cuidado institucional, en un hogar asistido o en un hospital. Dado que el coste de este cuidado institucional, si se prolonga en el tiempo, afecta económicamente incluso al 10% de la población con mayores ingresos, debemos hacer todos los esfuerzos posibles no solamente por incrementar el periodo de salud activa, sino de restaurar, por medio de la cooperación vecinal y el cuidado amistoso, el tipo de cuidado voluntario que la familia tri-generacional hizo posible.
Si llevamos nuestro análisis lo suficientemente lejos, encontraremos, pienso, que las tres fases del envejecimiento – liberación de la reproducción, retiro económico y decadencia física – necesitan de una solución común. Encontraremos también que ninguna institución actual, ciertamente ningún esquema arquitectónico simple, y tampoco las meras extensiones de los servicios existentes, van a aportar esa solución.
El punto principal al que quiero llegar es que la transición desde la madurez de la mediana edad a la vejez es un proceso prolongado; y si lo enfrentamos de manera imaginativa en el momento más temprano posible, en lugar de esperar al último momento desesperado, podemos realizar la transición sin producir un shock, y en cierto grado convertir una crisis, llena de decisiones crueles y amargas aceptaciones, en una fase de la vida positiva y fructífera. Más aún, extendiendo la vida activa lo máximo posible podemos quizás acortar el periodo, actualmente tan prolongado, de la decadencia. Por contraste, la peor actitud posible hacia la vejez es pensar en los mayores como un grupo segregado, que debe ser separado, en un momento fijo de su curso vital, de la presencia de sus familias, vecinos y amigos, de sus lugares y vecindarios familiares, de sus intereses y responsabilidades habituales, para vivir en desolada ociosidad, aliviada sólo por la presencia de otros en una situación similar. Preguntémonos mediante qué medios podemos restaurar a los ancianos el amor y el respeto que disfrutaron en los mejores momentos de la familia de tri-generacional.
Desafortunadamente para cualquier intención de este tipo, especialización, mecanización, institucionalización, en una palabra, segregación, están a la orden del día: una existencia sin sentido, sin esfuerzo, parasitaria, de apretar el botón, avanza como la hermosa promesa de una tecnología punta, ciertamente, la meta última de toda nuestra civilización. Si esos términos fueran realmente definitivos, yo, por otro lado, difícilmente debería preocuparme por el destino de los mayores; pues está claro que una sociedad que no puede evocar mejores metas se está dirigiendo rápidamente hacia la eutanasia temprana, o al menos hacia el suicidio colectivo. Si deseamos algo mejor para nosotros mismos, debemos estar preparados para poner en marcha un programa, en cada etapa de la vida, que desafíe muchos de los hábitos y costumbres dominantes de nuestra sociedad y los redirija audazmente en dirección contraria.
En algún punto de la concepción de un buen hábitat para los mayores, debemos llegar, por supuesto, a una solución arquitectónica; pero no debemos imaginar por un momento que el propio arquitecto, incluso cuando este respaldado por amplios recursos financieros, puede proporcionar las respuestas necesarias, o que belleza, orden y conveniencia son suficientes ellas solas. Uno de los complejos más generosos para los mayores que he visto es el viejo Fuggerei en Augsburgo, construido en el siglo XVI, compuesto por alojamientos en línea de una sola planta, dando privacidad a cada vieja pareja, con una hermosa fuente y una capilla. Pero esta “ciudad para los mayores y los pobres” está emplazada separada del resto de la población; aunque tiene belleza y orden, carece de animación; en el mejor de los casos es solo un hermoso gueto. La objeción contra esta solución me fue revelada con indignación por un anciano en otro recinto para mayores cerca de Manchester: un moderno edificio emplazado en amplios terrenos mirando hacia el interior de un recinto ajardinado: también con una pequeña capilla donde los muertos descansaban antes del entierro. A primera vista, la paz y la belleza del conjunto parecían “ideales” – pero los presos conocían la verdad. Ahora tenían ¡ay! sólo una ocupación: permanecer vivos. Cuando la campana sonaba, no lo hacía sólo para los difuntos: convocaba siniestramente a los que quedaban. “Todo lo que hacemos aquí”, me decía mi amargo informante, “es esperar los unos a los otros que mueran. Y cada vez nos preguntamos: ¿Quién será el próximo? Lo que queremos es un toque de vida. Desearía que estuviéramos cerca de las tiendas y de la estación de autobuses donde podemos ver cosas.”
Para normalizar la vejez, debemos restaurar los mayores a la comunidad. Para dejar claro lo que esto significa, dejadme asumir que tenemos las manos libres y que podemos planificar una comunidad vecinal completa, como se hace en un área de re-desarrollo urbano en los Estados Unidos o en una New Town inglesa. Si establecemos las relaciones correctas bajo esas condiciones ideales, deberíamos tener una visión más clara de que proponer en situaciones donde sólo una solución parcial es posible. No podemos tener ni siquiera media buena hogaza si no sabemos que ingredientes deben entrar en un pan completo.
La primera cosa a determinar es el número de personas mayores que deben ser acomodadas en una unidad vecinal; y la respuesta a esto, subrayo, es que la distribución normal de edades en la comunidad en su conjunto debe ser mantenida. Esto significa que deberían haber entre cinco y ocho personas mayores de sesenta y cinco años por cada cien; de manera que en una unidad vecinal de, digamos, seiscientas personas deberían haber entre treinta y cuarenta personas mayores. Cualquier organización de gran escala de viviendas para mayores, que sobrepase esta proporción, debería evitarse. Y esto nos lleva a la segunda necesidad. Para facilitar el compañerismo y la asistencia médica, los ancianos no deben ser distribuidos en habitaciones individuales o apartamentos por toda la comunidad; pero tampoco deben ser arrojados conjuntamente a barracones comunes marcados arquitectónicamente, cuando no por un cartel, como Hogar de Ancianos. Más bien deberían estar agrupados en pequeñas unidades de entre seis y quizás doce apartamentos. La vieja regla monástica, de que se necesitan doce miembros para formar una comunidad, ha tenido suficiente tiempo de prueba para confiar en ella como una medida aproximada: cuando hay menos de una docena un individuo arisco o malhumorado puede tener un efecto disruptivo. Cuando hay demasiados juntos, provocan reglas institucionalizadas. Como un viejo marino remarcaba pertinentemente: Existe libertad en un destructor pero no en un acorazado (1).
Pero una vez que se establece una grado de cercanía razonable entre pequeños grupos de ancianos, hay mucho que ganar dándoles apartamentos en los plantas inferiores de edificios de dos o tres plantas cuyos pisos superiores estén ocupados por personas sin hijos de otros grupos de edad: existen también motivos para proporcionar un camino cubierto o una arcada que facilite el acceso durante el mal tiempo, y sirva como lugar protegido para charlar o para tomar el sol en otras ocasiones. Esta mezcla de grupos de edad dentro de una unidad de vivienda diseñada principalmente para el alojamiento de los ancianos haría posible para aquellos mayores de sesenta y cinco años, que encuentren las escaleras difíciles o que quieran ser más accesibles, el adaptarse a sus enfermedades sin mayor hiato que trasladarse a las plantas inferiores.
Sucede que el número de personas mayores de sesenta y cinco años en una comunidad es aproximadamente equivalente al número de niños menores de seis o siete años; y que la satisfacción de las necesidades de ambos extremos tiene bastantes coincidencias. Los niños pequeños precisan de una especial protección y cuidado físico; deben estar protegidos de los vehículos; sus dificultades de locomoción y coordinación por debajo de los tres años hace deseable evitar obstáculos innecesarios y largos tramos de escaleras. Incluso psicológicamente, existen paralelismos entre el ensimismamiento del niño pequeño y la tendencia a la retirada y concentración que marca la última fase de la senectud. En una unidad vecinal bien diseñada, los mayores deberían ser capaces de ir a cualquiera de sus partes, incluidos los comercios, la biblioteca, la iglesia, el centro comunitario, sin tener que cruzar una arteria de tráfico; de hecho, posiblemente sin tener que subir un solo escalón. Algún día, cuando nuestra producción de vehículos motorizados sea diseñada para cubrir las variadas necesidades humanas, más que los requerimientos de las cadenas de montaje, produciremos sillas de ruedas eléctricas para los mayores, que puedan llevarles de manera segura a cualquier lugar que un peatón pueda ir. Eso minimizará uno de los mayores hándicaps de los ancianos, si los tratamientos médicos para la artritis y los miembros débiles siguen siendo ineficaces. Pero hasta entonces, el alcance de los niños menores de cinco años y de los mayores de setenta y cinco años en estado de senectud lo establece su distancia normal a pie. Una vez que estas condiciones se den en un barrio, una vida mayor comenzará a abrirse a los ancianos.
Ahora estamos preparados para reconstruir, en nuestro esquema ideal, los otros servicios y actividades que fueron llevados a cabo, de manera más o menos efectiva, por la familia tri-generacional. E igual que los jóvenes proceden con su crecimiento multiplicando su contacto con lo que les rodea e incrementando sus encuentros con gente diferente a sus propias familias, así los mayores deben ralentizar el proceso de deterioro, sobreponiéndose a su soledad y a su percepción de no ser necesitados, encontrando en su vecindario un campo refrescante para sus actividades.
Pero antes de que semejante ambiente pueda ser creado, debemos desafiar toda la teoría de segregación bajo la cual tantas comunidades Americanas, no menos aquellas que se autodenominan “progresistas”, han sido zonificadas: zonificadas de manera que las casas unifamiliares y los bloques de apartamentos, o las casas en hilera y las aisladas, no pueden construirse unas al lado de las otras; zonificadas tan estrictamente para lo residencial que en muchas comunidades suburbanas uno no puede comprar una hogaza de pan o una lata de tabaco sin desplazarse una o dos millas en coche o autobús hasta las tiendas. El pernicioso efecto de esta clase de zonificación fue caracterizado adecuadamente por primera vez por el Comité de Planificación Comunitaria del A.I.A. tan atrás como en 1924, y el tiempo ha probado abundantemente todos sus argumentos. Bajo nuestras ordenanzas de zonificación, es imposible dar ni al joven ni al viejo la clase de variedad ocupacional y ambiental que tanto un macro-bloque como una unidad vecinal deberían tener.
ancianos muchas oportunidades de dar servicio tanto gratuitamente como remuneradas. La jardinería es una actividad que se puede llevar a cabo en horas peculiares, y que se puede adaptar a las fuerzas retenidas aún por los mayores: cuando una comunidad está bien planificada, con suficiente cantidad de parques y jardines, necesita una mayor cantidad de cuidado colectivo del que actualmente puede permitirse. Ciertamente los ancianos con gusto por la jardinería deberían tener también un pequeño espacio de jardín para ellos del que ocuparse. De la misma manera, otras oportunidades para las manualidades deberían facilitarse mediante la provisión de espacios de talleres; hacer juguetes, reparar objetos mecánicos, encuadernar libros, pintar mobiliario no sólo proporcionará a los mayores nuevas formas de trabajo: les dará, lo que es más importante, el contacto humano que una vida restringida no consigue ofrecer. Esos pequeños talleres podrían tener un valor educativo para los miembros más jóvenes de la comunidad: ciertamente, deberían estar incorporados, con una entrada independiente desde el exterior, en las escuelas modernas, con grandes ventajas para ambos viejos y jóvenes, quienes hoy en día muy a menudo pierden la valiosa experiencia de interactuar con la generación de sus abuelos. Conozco un pequeño pueblo donde el taller de carpintería, situado en la vieja área residencial, es el lugar donde los niños en edad escolar van a realizar pequeños trabajos de reparación; y su contacto con el carpintero es una recompensa afectuosa. Un programa de ese tipo sería mucho más eficaz, psicológicamente hablando, que simplemente poner a los mayores a trabajar en alguna monótona tarea especializada, produciendo en cantidad para el mercado, bajo condiciones de factoría.
Además existen otros servicios que los mayores sólo pueden llevar a cabo en una comunidad mixta, comenzando con el más obvio de niñeros. Esto también, a un dólar la hora, se ha convertido en un lujo prohibitivo incluso entre las comunidades de clase media; y los peligros de dejar a los niños bajo el cuidado ocasionalmente irresponsable, cuando no levemente criminal, de adolescentes sin experiencia sólo subraya lo deseable que resulta aprovechar a los mayores de la misma forma en la que lo hubiera hecho la familia tri-generacional. Además, muchas mujeres mayores con experiencia, orgullosas de sus habilidades horneando un pastel, o incluso cocinando una cena completa, que se sentirían mejor consigo mismas y con su vida si pudieran cocinar cobrando ocasionalmente. Al tener tales oportunidades, las pensiones y las anualidades podrían estirarse un poco más, con mayor felicidad tanto para el servidor como para el servido. Hacer que los ancianos pasen todo su tiempo pegados a un televisor es condenarlos prematuramente a una segunda infancia. Aunque estas diversiones pasivas tienen su lugar en la vida de los ancianos, especialmente para aquellos lisiados y postrados, hay pocas razones para reducir toda su vida a una rutina tan soporífera. Lo que los mayores necesitan son actividades: no sólo hobbies, sino la normal participación en las actividades de una comunidad mixta.
Ninguna institución, no importa lo ampliamente financiada y humanamente planificada que esté, puede proporcionar nada parecido al rango de intereses que una comunidad vecinal mixta podría dar, una vez que el envejecimiento dejase de verse como una enfermedad, tratada mejor aisladamente. Aun así, normalmente llega un momento en la vida de todos, tarde o temprano, en el que necesitamos cuidados especializados y atención médica. La organización eficaz de tales cuidados es un deber de la comunidad en su conjunto; pero una cierta inercia errada ha mantenido nuestros servicios hospitalarios en un patrón anticuado y centralizado, y ha impedido la creación de pequeños hogares de ancianos, cerca de la familia y de los visitantes vecinos, que podrían, si el hospital estuviera convenientemente cercano, hacerse cargo de buena parte del por otra parte prohibitivamente costoso servicio de enfermería.
Incluso antes de la hospitalización activa es necesario disponer de una organización pública de enfermeras y trabajadores domésticos visitantes, como los que en este momento existen a escala nacional en Inglaterra y también en ciertas ciudades estadounidenses. Una vez más, al recurrir a todos los recursos de la comunidad, se puede crear una situación mucho más favorable que la que puede proporcionar la institución central más elaboradamente equipada. Espero ver el día en que un pequeño hogar enfermería, para casos de enfermedad y maternidad, sea parte del requisito normal de un barrio: tal vez como un complemento directo a una clínica médica y un servicio de enfermera visitante. Sólo cuando estas funciones normales de la familia se vuelvan a introducir en el círculo de la comunidad vecinal hay alguna posibilidad de que nos pongamos al día con nuestras necesidades sin elevar a un nivel prohibitivo el costo actual de la atención institucional.
Ahora ya podemos reunir estos requisitos para los ancianos. Deben, en primer lugar, formar parte de una comunidad mixta normal, ya sean miembros de ella a los veinticinco o a los setenta y cinco. Sus viviendas deben ser indistinguibles exteriormente de las de otras edades; pero, en la medida de lo posible, deben situarse en lugares donde se lleven a cabo actividades variadas, cerca de una zona comercial o de una escuela, de manera que se incrementen las posibilidades de ser visitados, casualmente y sin esfuerzo. Las visitas frecuentes, aunque cortas, son más refrescantes que las visitas formales, tediosamente prolongadas, que dejan desconsolados intervalos de soledad entre medias. Muchas personas encontrarían su propia vida familiar reabastecida si los abuelos, aunque no en su propia casa, estuvieran cerca; y sobre todo, los jóvenes serían los más beneficiados de esto; porque existen vínculos especiales de simpatía entre ellos y la generación de sus abuelos, por su independencia, que a menudo los hace mucho más dispuestos a prestar atención a sus consejos que los de sus propios padres. ¿Quién puede decir cuánta de la delincuencia y maltrato brutalizado de nuestras ciudades americanas no se debe a la ausencia de una relación cálida, amorosa y recíproca entre las tres generaciones?
A través de la proximidad de unos con otros, en pequeñas unidades, los contactos personales dentro de su propio grupo pueden fácilmente ir más allá de las cortesías de lo cotidiano, las hospitalidad de una taza de café por la tarde o un juego amistoso de cartas, damas o ajedrez por la noche; también implicaría visitarse cuando están enfermos y realizar pequeños servicios recíprocos. Todo lo que hace a los ancianos más independientes, pero más seguros de que su presencia es bienvenida, aumenta su capacidad de amar y de ser amados; y es sólo, al final, proporcionando un ambiente en el cual los presentes del amor pueden ser intercambiados más fácilmente, que la vejez puede evitar encogerse y secarse hasta que lo que queda de la vida es sólo un aciago desperdicio. Pero decir esto también es decir que no existe un atajo fácil para mejorar el cuidado de los ancianos: para hacerlo bien por ellos, debemos dar una nueva dirección a la vida de toda la comunidad. Si fallamos aquí, prolongaremos la vida sólo para prolongar las posibilidades de alienación, futilidad y miseria.

 
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